Que su situación tenga precedentes y refleje viejas taras de la política de la región no niega un hecho más peligroso: que sea una nueva versión de éstos.
A los temidos cuartelazos que estremecieron las madrugadas de muchos ciudadanos latinoamericanos han sucedido recientemente asambleas y reformas constitucionales.
Estos procesos han revestido de una fachada institucional a vicios que ya se conocieron en las dictaduras.
La ausencia de separación de los poderes, la omnipresencia y militarización del estado y, por encima de esto, la perennidad de un individuo en el ejecutivo, son males que han atravesado años de vida republicana en Latinoamérica.
Venezuela ha demostrado que pervertir mecanismos provistos por las leyes puede resultar eficaz a la hora de vulnerar la democracia en función de otras agendas.
En un giro perverso, la institucionalidad deja de ser un obstáculo y se transforma en un medio.
La democracia muestra entonces uno de sus rostros más débiles.
Sus mecanismos y discursos se convierten en mímica, letra hueca por los que intereses distintos a sus principios la terminan subyugando.
La mímica de la democracia consiste en sustraer de su significado real a actos que esencialmente la constituyen.
Llamar anualmente a comicios cuando se es dueño de los organismos electorales, llevar a cabo asambleas legislativas cuando se posee casi la totalidad de los escaños del congreso, mantener un sistema judicial cuyas cortes están subyugadas por el ejecutivo, son un ejemplo de esto.
Se trata de actos vacíos, retóricos. 10 años El 24 de julio se cumplieron diez años de aquella asamblea constituyente que sirvió para la aniquilación de la carta magna de 1961 y la introducción de una nueva.
Las secuelas de este tránsito no fueron vislumbradas por muchos de quienes hoy adversan al gobierno y que en 1999 apoyaron ese proceso de reformas.
Es una herida que se ha venido develando, que ha crecido con el tiempo. La carta magna de 1999 ha posibilitado la existencia de un proceso que con el tiempo ha desfigurado la institucionalidad del país.
Una de sus consecuencias inmediatas, la remoción de un congreso elegido apenas un año antes, dio la entrada a la asamblea legislativa más servil e ignara que han conocido los venezolanos.
Esta misma constitución le confirió mayor poder al ejecutivo e introdujo la reelección de la figura presidencial. Pero, sobre todo, dejó un terreno fértil para distintas modificaciones de sus contenidos.
La reelección indefinida aprobada el año pasado ha de verse como una continuación de ese proceso que comenzó con la asamblea constituyente de 1999.
El marco de esa campaña de fines humanitarios y propósitos ennoblecedores que originalmente la acompañó poco hace para ocultar lo que hoy es obvio.
El alegato de quienes impulsaron el proceso constituyente de 1999 y que hoy adversan a Chávez es el de una desviación de los principios que lo motivaron.
Debería revisarse lo que ya discutieron algunos hace 10 años: ¿respondía en verdad un proceso constituyente a la situación de Venezuela en 1999? También debería hacerse una observación a quienes hoy, como Luis Miquilena , creen que se traicionaron los fines que estaban detrás de aquel proceso.
Teniendo ante nosotros el panorama de la región, donde países vecinos y aliados del actual gobierno venezolano han impulsado reformas similares bajo el auspicio de éste, la tesis de los críticos de la constituyente del 99 cobra vitalidad.
La motivación última de estos procesos ha sido el poder. Hoy resulta ingenuo alguien que piense que Chávez tenía un propósito distinto al de su omnipresencia y perpetuidad en el estado.
El proceso constituyente respondió con eficacia a este deseo. Le dio poder y mecanismos para acceder a nuevas dimensiones de éste. Pero, sobre todo, le dio tiempo.
Tiempo sin el que no habría sido posible introducir nuevas reformas, entre ellas la que más ha codiciado: ésa que desde el 2008 le dio la posibilidad de perpetuarse indefinidamente en el centro del poder.
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